Fotografía de Man Ray

Fotografía de Man Ray
Espejos. Patios. Umbrales. Silencios. Ritos. Esquinas. Exilios. Naufragios. Horas. Otoños. Ventanas. Sombras. Enigmas. Pretéritos. Hay palabras que me enuncian. A veces las pronuncio en versos. En susurros o a los gritos. Para que no se mueran en mi boca. (Fotografía de Man Ray)

POEMAS EPISTOLARIOS

A Carlos Raúl Lemiña Cortés, maestro, amigo y cómplice.


     Dibujo de Carlos Raúl Lemiña Cortés

I

Será otoño ahí. Será de noche.
Vengo de mis asuntos a tus ojos.

Te quiero aún, con este amor de aire,
sin carne, sangre, piel, sin incidentes,
con esmero de orillas paralelas
y esa manía de oficiar liturgias
en las aras del caos.

Hace mucho no sé noticias de tu perro.
No me contaste nunca
como se comportó la primavera
en los muros del patio.
Veo que no nos restan amigos en común.

Por contarte de mí: uso sombreros
de fieltro color miel cuando te extraño,
y cuando –como suelo– estoy demente,
un panamá genuino, cinta negra,
que me hace sentir casi normal.

Terminé de escribir una novela
por presumir de hacer literatura,
y me compré en el Bazar de Especias
un perfume de rosas antiguas de Bulgaria.

Volví a Estambul en Marzo, porque sí,
por las palomas, sabes, que alzan vuelo
de la Mezquita Azul al Cuerno de Oro
a las seis de la tarde, cuando el día
se apaga y el muecín llama al adhãn
y me sorprendo al borde de las lágrimas
por nunca haber creído
en un alma inmortal.

El no saber de ti me dilacera.
Con alambres de espino está cercado
el patio donde acampan las milicias
que sofocan con hiel mis rebeliones,
y hasta el nogal que lleva
tu nombre en cada rama
se me murió de asombro.

Esas cosas de mí vine a contarte,
y digo, como ves, siempre lo mismo:
te quiero aún con este amor de aire
y vocación de caos.


II

Te escribo en el reverso de un ticket electrónico
desde un aeropuerto cerrado por dictamen
de humo y de cenizas.
Y se me hace cuento
que el cielo haya sido vedado a las palomas.

Sabes de qué te hablo, de mi suerte viajera,
del ansia de contarte
ideas que tomaron forma de laberinto:

Si en mi sino de ave migratoria
que sumisa a su hado se bebe latitudes
mis alas se quebrasen;
si acaso tropezara
en la línea sutil del meridiano
que divide mi exilio en hemisferios
llevaría conmigo al despeñarme
los fragmentos de ti de que me hiciste cómplice.

En lecho de sargazos yacerían
enredados en algas, singlando entre despojos,
la magia de tu voz arrabalera,
tu Sur, nuestro evangelio, el pozo envenenado,
la lluvia sobre el patio, los lunes de diciembre,
el muro, las glicinas, los umbrales y espejos
tu genio y tu carisma,
mi memoria de ti
y la idea que tengo de tus ojos.

Ya ves, te pienso siempre,
y sólo con pensarte me da pena
arrastrar tu destello en mi equipaje
si se desvive el hálito
con que entre los relámpagos te nombro.

Así, te dejo escrito en una estela:
si algún día se ahogan con mis alas
esa ochava de ti que fue tan mía,
lo cuánto me quisiste, lo tanto que te quise,
perdóname el naufragio.


III

Tu silencio es un campo de explosivos
a punto de estallar en mis adentros.

Mientras contengo el susto en sus acequias
me corto el pelo, podo los rosales,
limpio el jardín, reúno los limones
que ruedan por el suelo de verano.

Pongamos –por ponerlo en jeroglíficos–:
mejor me informo
dónde te fuiste a ser tu mismo a solas,
indago de Isabel tu paradero
o me llevo a tu perro de la cuerda
por rastrear tus huellas en el barrio.

(Esquivo los presagios imprudentes).

Releo Yourcenar por encontrarme
con "la pequeña alma errante, blanda"
de Adriano, su imperio sin confines,
su desdicha de amor,
su lenta muerte escrita.

(Habrás ido a Chicago de emergencia
o al campo en vacaciones).

Acabo de firmar nuevo contrato
para editar El Libro de Ismael
que nunca más termino de escribir.

A veces se me ocurre lo peor:
fuiste apurado del discurso al beso
y el corazón no supo acompañarte.

(Me veo transitar La Recoleta
buscando tu apellido en una lápida).

Debo hacer lo que cumple en esos casos:
me meto a peregrina de turismo
y me voy a tomarme un té de menta
a Djema-a el Fna en Marrakech.

Tal vez ponga un anuncio en algún quiosco:
se busca a un hombre en el brocal de un sismo
a oriente u occidente de Arenales,
tiene marcas de guerra en el costado,
y adentro lleva un duende
que suele armar un púlpito en su pecho.

(En días, un salvaje que lo habita
inaugura un abismo en cada sombra).

Volverás –como el viento, vuelves siempre–
turbado por la hiriente lucidez
con que cruzas las calles del absurdo.

Entonces te diré: te necesito
para reconducir alguna estrella
que el ritmo desvaríe
en el refrán del cosmos.

(Si cada corazón sabe su límite
el del mío es la palma de tu mano).


IV

Piénsame anclada en niebla.

Llevo oculto un collar de noches blancas
bajo la burka de un misterio nuevo.

No es de verdad que te inventé adrede
por escribir de mí para conmigo
cartas que nadie nunca me responde.

Pongo la mesa del café cada mañana
para veintidós ninfas,
abro la jaula donde guardo sátiros
y adorno con guirnaldas los dinteles
por leer tus mensajes
mientras celebro ritos panteístas.

Cada día descifro los vestigios
del fardo de rutinas, las batallas,
los rastros de los sueños en la hierba,
si hace niebla o sol sobre el perchero
donde sueles colgar tu piel de tigre
después de destrozar las tempestades,
y atisbo, desde lejos –si es el caso–,
los bordes de la herida.

Y si a veces te escribo como si no existieras
es que me dueles tanto
–daños colaterales del afecto–
que de doler me vuelvo endecasílaba.


V

Te hablo desde el viento de la tarde,
desde un otoño echado sobre el Norte
y una pena que gira cuesta abajo.

Omito el esplendor de la hojarasca
y la niebla translúcida en las frondas.
Tan sólo cuento que me asomo al atrio
por convocar el sol: siempre aparece.

(Escribiré un ensayo metafísico
sobre la desnudez de los otoños.)

Vengo a contar la ronda de los días
o de un día cualquiera, de los tantos
en que resquebrajé la superficie
ritual de los pretéritos.

Salí a mostrar Lisboa a mis memorias:
Subí la Mouraría. Bajé al río.
Volví sobre mis pasos por aceras
donde un día dejé la piel en trizas
en las luchas del ego y de la carne.

Mis rastros callejeros
eran cifras grabadas con puñal
justo donde me duele el inventario.

(Escribiré un ensayo filosófico
sobre la desnudez de las esquinas.)

Mientras conjuro fórmulas urbanas
donde exorcizo el tiempo,
van hacia tu mirada mis gerundios
hacia tu corazón de sol y bruma
capaz de absoluciones y condenas,
ternura pertinaz, odios escasos
y amor cerril de tigre arrabalero.

(Escribiré un ensayo cabalístico
sobre la desnudez de las palabras.)


VI

Lisboa. Enero. Un año que comienza
bajo un signo de crisis logarítmica.

Vengo a contarte
las esperas en todos los andenes
y horizontes que nunca se acercaban
con tu nombre en la cresta.

Porque hay cosas de ti que aún no sé,
voy por tu piel escrita palmo a palmo
por encontrarte al filo de las sombras
enmarañado en versos.

Es medianoche en todos mis relojes.

Mientras suenan las doce en las ausencias
la Cenicienta urbana que me habita,
con jeans, Marlboro y garras sin barniz
pierde el zapato al borde de tu abismo.

Porque hay cosas de mí que aún no sabes
no entretejo gemidos, sólo trato
de engendrar esta carta por decirte
que preciso rasgar alguna seda,
un folio escrito o en blanco,
unos años de más y otros de menos,
viejas memorias, síntesis futuras,
el pañuelo, la alfombra, mi vestido,
cualquier cosa que cruja al deshacerse,
que grite, vocifere, gima, llore.
Necesito rasgar hondos pretéritos.

Es medianoche en punto en los colmillos
con que muerdo las horas.
Porque hay cosas de ti que aún no sé
Porque hay cosas de mí que aún no sabes.


VII

Esta mañana desperté pragmática:

Te sugiero testar, por si sucede
que tu fuego se apague antes que el mío.

Que no vaya a subasta
–por ende a la ignominia del desprecio–
la eternidad sin dios que transitamos.

Quiero de las glicinas todo el lila,
y de la acacia que me dio su nombre
cada mantra rezado por las hojas
cuando el viento celebra en su ramaje
los ritos del crepúsculo.

Otórgame el Riachuelo y su espesura,
el barrio y la silueta de tu sombra
ceñida a las ochavas,
la translúcida niebla en las farolas
los lunes, cuando llueva,
diciembre por las tardes,
El Sur, desde tu patio hasta mi esquina.

Igual deben constar del inventario:
Aleph (la narrativa y el cordero),
el puñal en el pecho de Muraña,
el veneno en el pozo,
y el diario como un vidrio de Lalique
que despide hacia dentro las centellas.

Puedes dejar, incluso, a mi cuidado
el tesoro intangible de la casa:
los rostros guarecidos en cajones,
el eco de los pasos que no vuelven
y el tiempo capturado en los espejos

Igual me quedo con la piel del tigre
melancólico y bruto y nunca desleal,
todos los films de Bergman.
los discos de vinilo,
nuestro citizen Kane con su bravura
y su incondicional modo de amar.

Por si acaso olvidé algo importante
escribe un pie de página en el rol:
Lego a esa mujer
los rieles extraviados en la pampa
y el gris de aquel andén
que fue lo último que vi al partir.

Te abrazo con ternura de mano asiendo un pájaro.



VIII

Porque no fui a Beirut
cuando era la ciudad más hermosa del mundo
ya no puedo contarte
más que la historia de Jalil Gibran
enterrado en Mar-Sarkis.
Pero eso está en los libros
que también lees.

(Así no tengo el que contar en cuanto
mis palabras navegan en tus ojos
buscando faros.) 
                                                                               
Me he enterado de que escribo versos
cuando no tengo nada que decir
por disfrazar la falta de destello.
Una cuelga palabras en sus ristras.
Una disfraza. Es todo.

(Ahora pensarás que es previsible
que la ternura sea silenciosa.)

Tuve una gripe. Tuve una empleada
que ensuciaba la casa. Tuve un día
de extremado disgusto y una noche
de pura languidez.

Pensé en ti en pleno vendaval,
en el tren destrozado, en el incendio.
Te pienso siempre en medio del desastre
con esa vocación para el azar
y esa manía de inmortalidad.

 (Igual te pienso en esas cosas grandes
como la noche, el mar, la incertidumbre.)

Cuando sea la hora de mi viaje
entregaré al barquero de Aqueronte
una moneda con tu rostro en ambos lados.

Tenemos cita en la Cruz del Sur.


IX

Desde hace mucho tiempo no te escribo
poemas de exhumar melancolías.

Vino la primavera con su boca.
Vino el verano con manos azules.
Todo ha pasado y no te dije: estoy
 tan cercana de ti por el lado de dentro
tan al ras del esbozo que tu sombra
dibuja en los caminos del crespúsculo.

No te conté que anduve atareada
cultivando milagros:
el niño y el jardín y los fractales
de nubes con su sabia geometría.

(Tampoco cuenta nada el pan al trigo
ni el vino a los viñedos
y son tan consecuentes.)

Vuelvo a escribir porque te he visto anoche
atravesar el filtro de mis ojos
tal y cual como eres: en el pecho rasgado
el campanario de una catedral,
en una mano el látigo, en la otra la pluma,
los minuteros ciegos
persiguiendo tardanzas en las venas.

Recordé que hubo un tiempo en que aún no existías.

Yo era visceral, como planta carnívora.
Usaba fuente bookman old style
de preferencia bold, corsiva, azul.
Era ágil, letal y literaria
como un frustrado predador hambriento
en selvas de papel.

(Entonces te escribía
como quien tira una botella al mar). 

Pero llegaste con el campanario,
el látigo, la pluma, el reloj en la sangre,
y abandoné mi jungla por seguirte
en el oficio de cifrar palabras.

Ahora soy tan mansa que me bebo el tiempo.
Nómada en un desierto de minutos
hasta me espanta el viento de la tarde.

(Por eso escribo sin otro propósito
más que reconciliar las paradojas.)

Son necesarias muchas cosas dentro
y dos o tres afuera
por dar a las palabras la silueta
de barco o de puñal o de clavel.
Pero yo, que soy simple como un número,
tan sólo necesito de dos alas
en vuelo raso sobre el mar bravío
seguido de un naufragio
de proporciones inconmensurables.

O entonces de algún código de enigmas
que no circule sino al borde de las horas.

 (Sólo los dos sabemos que es de Bergman
el reloj de Los Números del Tiempo).

X


De mí te cuento:
En las manos llevo abismos. En los ojos llevo esperas.

Porque en el fondo sé que vuelves siempre.
De una u otra forma vuelves siempre
por los raíles
donde transita el tren de las penumbras.

Guardo tu nombre dentro de mi boca.
Tu nombre impronunciable
como un sigilo sórdido
o un voto místico.

(Hay nombres que requieren adjetivos esdrújulos.)

Recuerdo cuando el tiempo era prohibido,
cuando callaba porque no me hirieses
y cuando por no herirte te mentía.
Cuando era cuerda.

Ahora digo como quien no dice,
como si lo que digo no importase.
Un telegrama sin destinatario
ni remitente.

(Oscilará en las ondas del absurdo.)

Por eso escribo al borde de las lápidas,
desde mis cuatrocientas desconfianzas,
desde un lugar cerrado a cal y canto,
desde mi voz incierta,
sólo para decir:
lo que no sé de ti
sabe a almendras amargas.


XI

CARTA XI

Hoy vuelvo de otro viaje al calendario.

Peregriné baúles
no más que por trapear reminiscencias
airear las culpas y sacar el lustro
a una docena de remordimientos.

Es parte de los ritos del otoño:
pintar en sepia la ceremonial
reorganización de los naufrágios.

En el arcón que guarda las discordias
entre mis hemisferios cerebrales
tu nombre acomodado en la oquedad
yacía entre extravíos y recuerdos.

(Unos y otras transitan los raíles del pánico.)

Te recordé con lástima por ambos.
Pena de ti, de mí, que no podemos
darnos la mano cuando es necesario,
ni el soplo de la voz ni el arrimo del hombro,
o prestarnos el pecho por sufrir la estocada.

Tan solo hay la noción vagamente entendida
de que en algún lugar el otro existe.

(“Talvez aún exista”
sería una noción más razonable.)

De todos modos vengo a tus andenes
y celebro contigo mis rituales de otoño
y cuento de baúles clausurados
en el desván de las perplejidades.

Vengo a decir que sigo en nuestro patio
en donde siempre es lunes y es diciembre
y llueve cada vez que me recuerdas.


CARTA XII

Te desescribo cartas que he escrito
cuando usaba sandalias de buscarte,
cuando tu voz lucía pan y libro
y todas tus palabras eran viajes.

Después me fui quedando sin bolsillos
donde guardar los lunes. Los instantes
se volvieron astillas de los vidrios
que mis duendes pisaban por las calles

mientras buscaba el signo de los patios, 
las farolas, la luna arrabalera,
tu voz en el envés de los silencios. 

Desenhebro las cuentas del rosario
porque te fuiste y me quedé sin huellas,
sin hado, sin ritual, sin evangelio.



CARTA XIII

Habrá algún lugar en mis adentros
en donde no me duelas.

Busco encontrar indemnes en mis mapas
una ochava, una esquina, el borde intacto
del vértice que une en la penumbra
las caras de mis íntimos poliedros.

(Sigo teniendo un alma forastera.)

Que no, que no hay cobijo en que no estés
agitando el pañuelo al despedirte
de lo que fuiste antes de ser quien somos.

Hubo un tiempo en que éramos risueños.
No siempre. Algunas veces.
A ratos nos reíamos
de las pequeñas cosas de la vida,
y también de las grandes.
Lo nuestro siempre ha sido
el reparto frugal del cotidiano.

(Lúcidos siempre fuimos, aunque pese
el contumaz delito del poema.)

Supongo - si algo debo suponer -
que nos volvimos tristes por opción.
Tristes como tus trenes, tus andenes,
tus raíles de pena y melancolia
que discurren la insana geografía
de mis yermos de olvido.

Espero que regreses a mis cauces,
lúgubre o jubiloso,
despidiendo centellas, como siempre,
por alumbrar la magnitud del caos.

(Como Whitman contienes multitudes.)

Mientras aguardo, a veces me pregunto
si habrá dentro de mí un cielo raso
donde el tiempo diseñe un arco iris
con frecuencias de luz y gotas de agua
en la pupila azul de la memoria.

(Habrá dentro de mí algún desierto

en donde lluevas.)